Última sesión en el Palacio de la Música
El emblemático cine de la Gran Vía, casi vacío, bajó ayer el telón para siempre
El País, 23/6/2008
Los trabajadores ya están cantando en la puerta, celebrando el fin, cuando llega Jerónimo García, apresurado. "Una para la sala uno", pide. Begoña, la taquillera, se la da. Él es el último. Después, ya nadie volverá a pisar la moqueta roja, desplegar una de las sillas mullidas de terciopelo, también rojo, y esperar a ver cómo se apagan las luces, se descorre el telón y empieza la película. A sus 36 años, Jerónimo probó por primera y última vez las delicias de la sala más grande y una de las más señoriales de Madrid. El Palacio de la Música (Gran Vía, 35) cerró definitivamente ayer, con Antes que el diablo sepa que has muerto, de Sidney Lumet, en la sala grande; 88 minutos, de Jon Avnet, en la sala dos y 21: Black Jack, de Robert Luketic, en la tres. A su despedida acudieron solamente 125 personas. Con el cierre del histórico cine, sólo quedan ya en la Gran Vía tres salas: el Palacio de la Prensa, el Capitol y el Callao.
El adiós fue soso. A las siete y cuarto de la tarde entraron 60 personas a ver alguna de las películas. A las diez y cuarto, no fueron más de 30. El cine murió sin pena ni gloria. Después del verano, según fuentes de la empresa, es probable que empiecen las obras que convertirán sus casi 4.000 metros cuadrados en un auditorio, aunque los compradores, la Fundación Caja Madrid, y los propietarios, con el constructor valenciano Juan Bautista Soler a la cabeza, aún están pendientes de una última reunión, el próximo lunes, para cerrar definitivamente la compra. Cuánto pagará la Fundación Caja Madrid por los cines es una incógnita que nadie quiere desvelar. Los Soler aún son propietarios de los cines Acteón, de los Morasol y de los teatros Amaya.
Desde que naciera, en 1924, han pasado ya 84 años por el Palacio de la Música. En ese tiempo se han forjado historias personales profundas. Como la de los 13 trabajadores (ocho acomodadores, dos operadores y tres taquilleras), que son una pequeña familia.
Ellos fueron ayer los que más homenajearon al vetusto edificio. Se plantaron, cámara en mano, incluso los que ya no trabajan ahí, para retratarse en él. Pero faltó David, que lleva, literalmente, la mitad de su vida trabajando en el Palacio de la Música. Tiene 34 años y empezó en el cine a los 17. Él sabe cómo funciona todo, pero, más que nada, los cinematógrafos."El de la tres es como en Cinema Paradiso, tienes que estar pendiente para que no te salte porque entonces se te enreda toda la cinta", explica. El resto son automáticas. David tiene mucho apego al Palacio. Entró a trabajar porque su padre tiene un bar al lado y conocía al encargado. En el cine se crió, y también en él conoció a la que es hoy su mujer. Ella era la taquillera; David, el acomodador. Precisamente por eso ayer no quiso asistir a la última sesión. "Menos mal que estaré de vacaciones, porque fijo que me pongo a llorar", explicó unas semanas antes de la última sesión.
En estos días, David, además de hacer de operador, de representante y de jefe de personal, se ha visto obligado a atender las llamadas de los medios de comunicación porque una asociación de "amigos del teatro", AMITE, extendió el bulo entre los medios de que el 28 de mayo era el último día. La mañana siguiente más de un periódico dio por bueno el cierre, dedicándole su portada al cine. Los propietarios tampoco se dieron mucha maña en deshacer el entuerto, lo que provocó que el Palacio, con una audiencia ya de por sí exigua, viera mermar el número de espectadores en el mes que ha seguido abierto. Entre semana, en un día bueno, suelen pasar unas 100 personas; unas 40 un día normal, y uno regular, que es como vienen siendo todos los días desde que lo dieron por cerrado, no entran más de 30 personas.
Lourdes, de 37 años, fue una de las personas que creyó que el cine ya no funcionaba. "Al verlo abierto, he dicho: Me vengo", contó ayer la mujer, abanicándose por el calor y con el cabello recogido en un moño. No tenía ni idea de que, esta vez sí, era el último día. Tampoco lo sabían Mari Carmen, de 73 años, ni Adrián, de 24, ni Gema, de 26, ni Antonia, de 82, ni Gloria, de 79... De todas las personas con las que habló ayer EL PAÍS, sólo una mujer, "con un año menos que el cine", según sus propias palabras, acudió "a despedirse". Del brazo de su hermana, recordaba ayer sus días en el cine: "Veníamos por cinco pesetas. Nos sentábamos en el gallinero y sólo cuando nos traían nuestros padres nos íbamos abajo, que valía el doble". Para ella, un gran estreno fue Raza, de Francisco Franco.
Antonio también acudió expresamente al cine, a pesar de tener fiesta. Es acomodador. Tiene 47 años y lleva trabajando en el Palacio desde los 19. El miércoles empezará en el Acteón, también de los Soler. Con gafas, pantalón de pinza y camisa, esperaba hace unas semanas el cierre, bastante tranquilo. "Son muchas horas y es muy aburrido", decía, mientras ojeaba una revista frente a la sala dos, delante del bar. La planta baja estaba completamente vacía, con las máquinas de hacer palomitas paradas y la barra desordenada, con latas tiradas por el mostrador. Ayer domingo, última sesión, la imagen era prácticamente la misma. Sólo dos personas se compraron algo de picar.
El cine, que un día fue uno de los más exitosos de la Gran Vía, ha cambiado mucho con el paso de los años. Antonio habla de una época donde se daban propinas. "Con La bella y la bestia llenamos. Entrar valía unas 150 pesetas. Si acomodabas, te daban 20 pesetas de propina". La entrada el último día del cine Palacio de la Música valió siete euros. De propinas, "ni hablar", se ríe Antonio.
Entre sus recuerdos está también, aunque sólo de oídas, el escándalo que supuso Gilda, "porque se quitaba el guante". Pero la mejor historia de todas de las que él ha vivido sucedió cuando unos espectadores llamaron a los bomberos y a la policía porque pensaban que se caía el cine. Tiene grabados todos los detalles: fue con Sommersby, de Jon Amiel, en la sesión de las diez y media, "con el cine a tope", el 18 de marzo de 1993. "Una rubia con los pantalones blancos y la camisa colorada se puso a chillar como una loca. Decía que se caía el cine. Cuando subimos estaban ya los bomberos, la policía...". Lo que pasó es que cayó un poco de polvo de una de las compuertas del techo, que habían abierto porque hacía un poco de calor. "Un mes antes en los cines Fuencarral hubo un incendio, por eso se pusieron así", recuerda Antonio, riéndose.
El histórico Palacio, antes de acabar sólo como cine, tenía una sala de conciertos, una pista de patinaje en la planta baja... Y hasta un ambigú en la primera planta, donde la gente se sentaba a beberse un whisky y a pasar el rato. Lo quitaron en el 94 y pusieron una barra para vender palomitas. Ayer lucía desolada, con cartones esparcidos por el mostrador, una caja registradora vieja desconectada y llena de polvo y una máquina de hacer palomitas oxidada.
Los que llevan desde siempre en el cine y seguirán ahí aunque se reconvierta en un auditorio son los fantasmas. Según los acomodadores, el Palacio de la Música, como todo cine que se precie, tiene dos: una mujer mayor vestida de negro y Martuko. "Yo la he visto. Un día, bajaba de cambiarme de las taquillas y me la vi ahí sentada. Con un moño, con el pelo blanco y vestida toda de negro", cuenta José, también acomodador, muy serio. Jesús, otro de los históricos, que lleva 17 años en el cine, también dice haberla visto. A Martuko nadie le ha visto, pero José asegura que les ha hablado y que un día encendió un fluorescente, que estaba escacharrado. "Hecho pedacitos", asegura David.
Begoña, Carmen y Aurora son las tres taquilleras del cine. Ellas no hablan de fantasmas. De hecho, sólo Carmen, que tiene 55 años y lleva 13 en el cine, explicó cómo se siente con el cierre. "Tenemos mucha pena", dijo. Ni ella, ni ninguno de los ayer reunidos entraron a la última sesión. "Queremos irnos en cuanto acabe, y punto", bisbiseó Carmen.
Antonio, también acomodador, comparte la postura de la mujer. Él es el veterano. Lleva 32 años trabajando en el Palacio de la Música. Pero a diferencia del resto, él no se recolocará en ninguna empresa del grupo. "Ya tengo 63 años y medio. Prefiero cogerme el paro y vivir de una paga", explicó ayer el hombre, apoyado en el quicio de la puerta y embobado, mirando a la calle. "Si esto acaba a las doce, a las doce y diez echaremos la llave y adiós, muy buenas".
Los cierres
18 cines han sido cerrados en el centro de Madrid en los últimos cuatro años. En el año 2000 había 13 cines en la Gran Vía. En esa gran avenida quedan ahora tres: el Capitol, el Palacio de la Prensa y el Callao. El cine Avenida, también de la familia Soler, fue el último en cerrar, el año pasado.
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